Apres-coup_Nº6_articulo_9

¿Qué lugar ocupan el género, el sexo y los complejos de Edipo y castración en la constitución del enigma y la subjetividad?*

Felippe Lattanzio

La fundación del inconsciente y de la tópica: primeras inscripciones, primeras traducciones

En los momentos iniciales de la existencia, dado que el bebé aún no dispone de un aparato psíquico equivalente a un Yo, no le es posible significar los mensajes sexuales que recibe de los adultos que lo cuidan. Por lo tanto, es necesario pensar en términos energéticos para matizar el exceso que inicia la pulsión en los momentos originarios. Tras ser cuidado por un agente externo al organismo -en los llamados procesos de apego-, el bebé se ve invadido por excitaciones que, en última instancia, sobrepasan el umbral de la autoconservación. La sexualidad inconsciente del adulto pervierte entonces los mecanismos instintivos de autoconservación e introduce un nivel plus de excitación que requiere un esfuerzo de contención. Silvia Bleichmar (1994), al trabajar sobre el modelo energético de las primeras inscripciones, avanza sobre la teoría de Laplanche al situar la emergencia de la pulsión en un período anterior a la represión originaria [2] En estos momentos iniciales, por lo tanto, incluso antes de que se produzca la represión originaria – que establece los objetos-fuente de la pulsión entendidos como representaciones-cosa y fija la pulsión al inconsciente – se puede pensar en movimientos pulsionales surgidos de las relaciones de seducción originaria:

«Desde el momento en que hay una inscripción, e incluso antes de que la represión fije la pulsión al inconsciente, su acción de ataque conduce a movimientos compulsivos, evacuativos, que están necesariamente en bancarrota porque su energía no puede ser evacuada – porque su carácter ya no es somático y no pueden resolver sus tensiones a través del objeto autoconservativo» (Bleichmar, 1994, p. 25) [3].

Aquí, podemos pensar, es el otro, el adulto, quien aparece inicialmente como objeto-fuente de estos primeros movimientos que podemos llamar pulsionales, delimitando una especie de (pre)tópica intersubjetiva. Si bien los objetos-fuente pulsionales propiamente dichos aún no están establecidos (lo estarán en el momento de la represión originaria), podemos pensar que una forma de excitación ya está implantada y circulando en el bebé. Como en este momento el aparato psíquico aún no tiene constituidas vías de conexión y flujo, es también el otro adulto, a través del llamado narcisismo estructurante o transvazante (expresiones de Bleichmar), quien posibilita las vías de descarga y conexión de esta excitación inicial. En un primer momento, estas vías se relacionan con los cuidados constantes y delicados dispensados al bebé, como acariciar sus manitas, sostener suavemente su cabeza, acunar sus piernas (Bleichmar, 1994, p. 27). Así, según la autora, el otro, el adulto, al mismo tiempo que seduce y excita, proporciona los medios iniciales de descarga de estos movimientos pulsionales fundamentales: 

«La función materna ocupa una posición princeps en su doble carácter: en cuanto es capaz de generar un plus de placer que no se reduce a lo autoconservativo a través de los procesos de pulsión que dan lugar a las inscripciones de los objetos originarios, y en sus aspectos vinculantes, de abrir los sistemas deseantes a partir de nuevas vías de placer que no se reducen o fijan a la satisfacción pulsional más inmediata». (Bleichmar, 1994, p. 05).

Al subrayar  que las primeras conexiones con el exceso pulsional que ataca al lactante las realiza el adulto, Bleichmar avanza sobre un aspecto de la teoría de Laplanche que se relaciona con la situación antropológica fundamental: no existe una capacidad innata de traducción en el lactante, es el propio adulto quien proporciona los medios iniciales por medio de los cuales el niño es capaz de simbolizar el exceso que lo afecta. El adulto desempeña así un doble papel: a la vez como inoculador de la sexualidad e instaurador del exceso que requiere simbolización, y como proveedor de los primeros elementos que hacen posible esta simbolización. Sin embargo, no hay que olvidar aquí el concepto de metábole: aunque sea el adulto quien proporcione los elementos que hacen posible las primeras traducciones, esto no significa que éstas sean calcos de las traducciones del adulto. Entre el adulto, en su papel de «doble conmutador», y el psiquismo de los bebés (tanto en lo que se refiere a su demanda de trabajo como a sus traducciones simbolizadoras), siempre habrá un reordenamiento, una metábole: el destino de un mensaje o de una vía de traducción no puede predecirse con certeza – hay una imprevisibilidad inherente a la constitución psíquica. Por supuesto, esto no nos impide ver ciertas regularidades en estos procesos, ni analizar casos concretos a posteriori y comprender el camino seguido por los mensajes.

Estas primeras conexiones empiezan a delinear una especie de cicatriz, resultado de la repetición de ciertas vías que facilitan la descarga, que es la precursora del Yo-instancia, una especie de Yo-cuerpo. Desde el momento en que se forma esta cicatriz mínima, podríamos pensar, ya se dan las condiciones previas para que se produzca una primera forma de traducción/simbolización que, a su vez, dará forma al Yo-instancia y delimitará al mismo tiempo el inconsciente: es a este movimiento al que llamamos represión originaria. El Yo, forma de totalización del cuerpo, de unificación de lo que antes estaba fragmentado y desubjetivado, se forma y, en el mismo movimiento, expulsa de su umbral todo lo que se considera incompatible con la conexión necesaria para su mantenimiento. Vale la pena seguir la descripción que hace Ribeiro de este movimiento de unificación del cuerpo y constitución del Yo:

«Este cuerpo, entonces, que en un momento de vacilación entre la fragmentación y la totalización, delimita y localiza lo que era pura excitación, transformándolo así en excitación de algo; este cuerpo que, al ser delineado, revelará no sólo el agente y el objeto de la excitación, sino también su violencia fragmentadora y consumidora, estará condenado a la represión» (Ribeiro, 2000, p. 223).

Es a partir de la formación del Yo-instancia que los tiempos de implantación de una excitación intrusiva se vuelven insoportables, precisamente porque vienen a representar una pasividad absoluta, una vulnerabilidad radical que se convierte en una amenaza para la existencia misma del Yo, y por tanto insoportable para éste. Dicho de otro modo: aunque los tiempos originarios en sí mismos transmiten algo de la pulsión mortífera, dado que excitan sin proporcionar un medio de descarga, es sólo su resignificación a posteriori, cuando ya se ha delimitado un Yo-instancia, lo que les confiere la característica plenamente mortífera de una desconexión, una vulnerabilidad y una pasividad tan insoportables como inimaginables. El hecho de que el trauma se instaure en esta temporalidad particular del après-coup es precisamente lo que nos imposibilita construir una defensa completamente eficaz contra el ataque pulsional y nos condena a lidiar con esta paradoja a lo largo de toda nuestra existencia, porque lo que nos resulta insoportable es al mismo tiempo lo que nos constituye. Así, la constitución misma del Yo y de la tópica puede verse como una defensa contra la pasividad radical de los tiempos originarios, una defensa que hay que mantener y reinvestir a lo largo de toda nuestra existencia. Por eso podemos decir que, en cierto modo, toda tópica es del Yo, dado que el motor de la formación de la tópica es la necesidad de circunscribir un espacio psíquico que represente la totalidad del organismo y garantice las posibilidades de su existencia.

Género y diferencias sexuales: su papel en la transformación del exceso de pulsión en enigma

Si llevamos esta línea de pensamiento hasta sus últimas consecuencias, tenemos que admitir que el enigma, como proceso infantil, no está presente en los momentos iniciales y que es necesario transformar el exceso traumático de excitación en enigma. El enigma, al fin y al cabo, alberga la intraducibilidad de la alteridad, pero al mismo tiempo indica y exige formas de conectar y traducir. Lo originario es la desconexión radical, y es precisamente en este proceso de narcisización hacia la constitución del Yo (primero cuerpo y luego instancia) donde se construye la posibilidad del enigma. La pregunta «¿qué quiere el otro de mí?» requiere, en última instancia, cierto grado de elaboración en relación con la seducción originaria del otro.

Pues bien, la tesis a defender aquí es que las diferencias de género y sexuales son fundamentales en este proceso de transformación del exceso en enigma. Así, nos centraremos en las fuerzas aglutinantes necesarias para la constitución de la tópica, que harán posibles estas circunscripciones iniciales del exceso pulsional. Trabajaremos sobre la idea de que las representaciones ligadas al género y al sexo se convierten en pilares del conflicto psíquico, dada su estrecha relación con la represión secundaria y la resignificación del originario que promueven. Por último, releeremos el papel de la castración y del Edipo. 

Género, represión originaria y enigma

Volvamos a los momentos previos a la represión originaria para comprender su relación con el género y la creación de las condiciones necesarias para el enigma. Los primeros momentos de la existencia de un bebé se caracterizan por una apertura radical al mundo y por la ausencia de una estructura que diferencie oposiciones como yo-otro y dentro-fuera. En este escenario, no se establece la lógica de la contradicción, y estas primeras experiencias de pasividad radical no se entienden como contrarias al Yo en el momento en que ocurren (dado que el Yo, en sentido estricto, ni siquiera existe todavía), sino a posteriori. Ribeiro, al relacionar la existencia del infans en estos primeros momentos con algunas de las grandes oposiciones que toman como paradigma las representaciones de los contornos del cuerpo, señala que, para el infans, «penetrar y ser penetrado, tener y ser el objeto, confluyen, en este primer tiempo, en una única experiencia, en la que pasivo y activo, masoquista y sádico no son pares de opuestos, sino experiencias homogéneas de un goce sin oposición» (Ribeiro, 2000, p. 257). Esta es la multiplicidad de la sexualidad infantil antes de ser organizada por la castración y el Edipo. Como hemos visto, en estos primeros momentos, aunque el Yo-instancia aún no esté formado, comienza a existir un incipiente Yo-cuerpo como esbozo de una delimitación psíquica del cuerpo aún precaria y vacilante, entre la fragmentación de la pasividad originaria y la futura cohesión necesaria para la existencia de un Yo-instancia.

En estos primeros momentos, el niño comienza a recibir aportes narcisicos de los adultos que lo rodean, que lo ayudarán a traducir el exceso de alteridad que lo inunda. Para Laplanche, el paradigma de estos intercambios adulto-infante son los procesos de apego y cuidado que, al estar parasitados por la sexualidad inconsciente del adulto, subvierten la lógica instintiva e instigan excitaciones en el infante. Como resultado de las formas en que se descargan estas excitaciones, podemos concebir el surgimiento de un sentimiento inicial de continuidad de la existencia, que es necesario para la creación y el mantenimiento de la identidad ontológica en su conjunto. Nos referimos aquí al problema de la existencia psíquica y de la asunción a un lugar de sujeto, trabajado por Tarelho en las Journées Internationales Jean Laplanche 2018 bajo la nomenclatura de sentido ontológico-existencial.

Es aquí donde podemos concebir, por ejemplo, la aparición de las llamadas zonas erógenas. Junto a esta clase de mensajes vinculados a los procesos de apego, Laplanche introduce otra dimensión de la seducción en su texto de 2003 «El Género, el sexo, lo sexual»: se trata de mensajes sociales, procedentes de lo que Laplanche denomina el pequeño socius, personas con las que el niño vive en estrecho contacto [4]. Estos mensajes están relacionados con los procesos de identificación y construcción de la identidad de género, y esta otra dimensión de la seducción corre paralela a toda la fenomenología de las experiencias originales descritas clásicamente por Laplanche. Pues bien, la característica principal de estos mensajes del pequeño socius es su relación con los procesos de designación de género, transmitidos consciente e inconscientemente tanto a través del lenguaje como del comportamiento de los adultos que conviven con el niño. Laplanche (2003, pp. 81-82) asocia esta designación al concepto de «identificación por», que se opone al de «identificación a”[5]. Este «cambio en el vector de identificación» (Laplanche, 2003, p. 81) denota que, en los inicios de la vida psíquica, el verbo identificar no puede utilizarse en la voz reflexiva me identifico, sino en la voz pasiva soy identificado: son los adultos con los que convive el niño quienes designan y definen su género.

Sin embargo, esta designación no es puntual ni lineal. Un solo acto, como dar a un niño un nombre masculino, por ejemplo, no basta para mantener una designación. No es un único significante el responsable del género, y la designación debe entenderse como «un conjunto complejo de actos que se prolonga en el lenguaje y en los comportamientos significantes del entorno [del niño]» (Laplanche, 2003, p. 81). Nos referimos aquí a la designación de identidades y roles relacionados con el sentimiento de pertenencia a uno de los grupos sociales clasificados como masculino o femenino, sentimiento que se relaciona con formas de comportarse, sentir, vestirse, expresar emociones, formas de disfrutar, desear, amar, etc. Estos mensajes, sin embargo, son también oscuros, al ir acompañados de «bruits» (ruidos) procedentes de las fantasías inconscientes y preconscientes de los adultos, lo que hace que el mensaje sea opaco y enigmático para su receptor, y por tanto menos organizado y más múltiple de lo que cabría suponer en una primera aprehensión. Las representaciones sexuales inconscientes de los padres, sus fantasmas, la sexualidad infantil reavivada por la convivencia con un niño en estado de desamparo, todo ello hace ruido en la designación [6]. Así pues, los mensajes de la designación del sexo son también los medios por los que el enigma sexual se transmite y se hace factible para los bebés. 

Proponemos aquí hacer funcionar la conocida proposición de Laplanche (2003): «lo sexual es el residuo inconsciente de la represión-simbolización del género por el sexo», en el siguiente sentido: el género, a pesar de coincidir con la multiplicidad y plasticidad de la sexualidad infantil, no está presente en sus orígenes, siendo el resultado de procesos muy tempranos de narcisización, que permiten al infans simbolizar un exceso pulsional como enigma. En otras palabras: la construcción del género está directamente relacionada con la construcción del enigma, el cuestionamiento del otro y de lo que quiere de mí, que pasa a ser visto como curiosidad sexual, curiosidad por las diferencias sexuales, por la reproducción de la especie, etc. La acción del género como posibilitador del enigma, por ejemplo, contribuye decisivamente a que la escena primaria se vuelva enigmática y unheimlich (siniestra) para el niño. Al hacer posible el enigma, el género exige al mismo tiempo una traducción simbolizante, que se producirá con la asunción de un sexo, consolidado en la represión secundaria. En los Nuevos Fundamentos, Laplanche subraya que «el enigma, aquel cuyo móvil es el inconsciente, es seducción en sí mismo, y no en vano la Esfinge está a las puertas de Tebas, incluso antes del drama de Edipo» (Laplanche, 1992/1987, pp. 96-136). A partir de nuestra lectura, sostenemos que el enigma no es una seducción en sí misma, sino una seducción posibilitada por la acción narcisica del otro sobre el infans, en un momento anterior a la esfinge. El enigma, aunque es una consecuencia necesaria de la seducción, sólo se hace posible a partir de las conexiones iniciales proporcionadas por el otro, en las que los códigos sociales del sexo y el género desempeñan un papel central. Continuemos nuestro viaje.

El niño recibe entonces pasivamente los mensajes de designación de género, pero los ruidos, que no puede simbolizar plenamente, desestabilizan este proceso y lo hacen más complejo, creando un desajuste entre los dos polos. Esto significa que la designación de género es un proceso sujeto a diversas vicisitudes y que tiene un doble sesgo: por un lado, aparece como una contrainvestidura de las relaciones originarias de pasividad y penetración del Yo-cuerpo, ya que delimita y nombra, ayudando así a traducir los mensajes del otro, posibilitando la emergencia del enigma y situándose, por tanto, como un agente de represión que se relaciona con la propia emergencia del Yo-instancia en el momento de la represión originaria; por otro lado, al llevar el ruido y posibilitar el enigma, impone al niño el trabajo de simbolizar el exceso que le llega. Al fin y al cabo, la atribución de género es anterior a la toma de conciencia, al propio descubrimiento de la diferencia anatómica como binaria y a los imperativos sociales de posicionarse en relación con ella. El género coexiste así con el polimorfismo sexual infantil, aunque ya empieza a dotar al incipiente Yo de atributos identitarios. Esta simbolización posterior del género, vista por Laplanche como una traducción organizadora, se lleva a cabo precisamente por el sexo, entendido como saberse hombre o mujer: fija y reprime a la vez la multiplicidad del género, dándole estabilidad al confinarlo a la lógica de la diferencia, del tercero excluido, del «uno o el otro». Así pues, el género precede al sexo y es anterior a la propia conciencia; el sexo es secundario y organizador, es una simbolización defensiva del género, que responde a las exigencias narcisicas de estabilización de una multiplicidad [7].A partir de ahí, el sexo no es visto como un hecho biológico inicial (sobre el que se supone que se construye un «sexo social» llamado género), sino más bien como una adquisición tardía, concomitante con el Edipo y que desempeña un papel organizador y consolidante en el Yo . Veamos, pues, el papel de la represión secundaria.

Consolidación de la tópica a partir de los complejos de Edipo y de castración.

Es en una segunda fase, a partir del descubrimiento de la diferencia anatómica en su carácter binario y de su centralidad identitaria en la cultura, que el niño se enfrentará al imperativo social de posicionarse en relación con los sexos. Para Laplanche, el sexo es el elemento organizador y simbolizador del género y coincide con la represión secundaria. Al reprimir la multiplicidad de la sexualidad infantil y autoerótica, el sexo da al Yo la certeza identitaria que necesita para consolidarse como instancia. El sexo es la manera en que el niño consigue traducir el exceso, la multiplicidad de las identificaciones que se le asignan pasivamente y las posiciones subjetivas que ha experimentado. La asunción de un sexo instaura así la carencia, la lógica del «tercero excluido», ya que marca la necesidad de posicionamiento y coherencia frente a lo que antes era múltiple y enigmático.[8] Lo que antes no tenía oposición se convierte entonces en binario, «lo uno o lo otro” [9]. A partir de este momento de asunción de una identidad de género, hay estabilidad y la reiteración de la designación en relación con el género ya no necesita ser tan continua: se crea una certeza subjetiva de «soy hombre» o «soy mujer». Una vez establecida esta identidad, la reiteración puede producirse en relación con las prácticas de uno u otro sexo en una cultura determinada, los comportamientos y los deseos, pero no en relación con saberse hombre o mujer. Podemos ver claramente la función defensiva de la asunción de un sexo, ya que enmascara y organiza defensivamente, bajo una ley binaria, una infinidad de posiciones subjetivas y de posiciones de goce existentes. Esta multiplicidad de la sexualidad infantil comienza a ser mínimamente organizada por el sexo, ya que posibilita el enigma, pero esto está todavía muy cerca de los momentos originales de pasividad radical y fragmentación, y por lo tanto conlleva el riesgo de un retorno a este estado pre-subjetivo. La consolidación de la tópica requiere, pues, que el sexo reprima al genero y lo fije. Este proceso, aunque necesario, es visto como una pérdida, ya que el niño tiene que renunciar a una serie de posiciones subjetivas para encajar en el principio identitario y oposicional (esta pérdida, como veremos, se denomina castración). Se intercambia así una plenitud imaginaria (en la que se puede ser todo al mismo tiempo) por el principio de identidad: el Yo paga un alto precio para consolidarse y ganar estabilidad.

Este proceso, como nos recuerda Laplanche en varias ocasiones (1988/1980; 1999/1993; 1999/1994; 2015/2003a; 2015/2006), necesita hacer uso de los grandes modelos culturales para interpretar y conectar la sexualidad:

«Entre estos elementos del «vínculo», hay que situar en primer plano los grandes «complejos» de Edipo y la Castración, y todos los grandes mitos colectivos o individuales, arcaicos o más recientes, tal vez forjados, rediseñados o reforzados por el propio psicoanálisis (muerte del padre). Lejos de ser elementos primordiales del Yo, el Edipo y la castración son instrumentos de orden, al servicio del vínculo. El complejo de castración pone en juego no una angustia (sin objeto) sino un miedo determinado, fijado en un objeto. La castración es ante todo una «teoría sexual infantil» que recibió su forma canónica de sus coautores (Hans y Sigmund), y que permite traducir la angustia y los mensajes enigmáticos en una forma tangible» (Laplanche, 1999/1994, pp. 141-142).

Por un lado, tenemos el gran modelo de interpretación de la diferencia sexual, que eleva la diferencia anatómica al centro de la identidad y a la posición de símbolo de lo incompleto, de la falta: el complejo de castración. En un primer momento, antes de la asunción de un sexo, el complejo de castración comienza a hacer uso de la diferencia anatómica para circunscribir las relaciones de seducción y penetración, utilizando los orificios del cuerpo para delimitar y simbolizar el trauma en términos de enigma. En un segundo momento, el complejo de castración transforma defensivamente la diversidad de representaciones penetrantes y penetrables del cuerpo en la dualidad fálico/castrado. Aquí aparece la lógica fálica con su poder de represión. Así interpretamos el complejo de castración propuesto por Freud, manteniendo su centralidad bajo diferentes argumentos: sería una forma de interpretación de la diferencia sexual, necesaria para la defensa contra los momentos originarios de pasividad, fragmentación y penetración generalizada. Al necesitar organizar y conectar lo múltiple, se experimenta como una pérdida de completud imaginaria, instaurando la lógica de la falta. Al mismo tiempo, la negación de esta multiplicidad instaura un cierto deseo de retorno al original, un retorno a la posición inicial de no-diferenciación de los sexos, de ausencia de la falta, pero también de ausencia de la consistencia del Yo. Este deseo, al fin y al cabo, puede entenderse como goce, porque pone en juego la posibilidad de un placer tan extremo que conduciría a la disolución del Yo y consiguientemente a su muerte. 

Por otro lado, tenemos el gran modelo que pretende dar una narrativa al complejo juego de identificaciones y posiciones subjetivas, imponiendo la necesidad de elegir ciertas posiciones y renunciar a otras: el complejo de Edipo. Podemos interpretar el Edipo como una especie de equivalente del complejo de castración en el nivel de las identificaciones parentales. Recordamos aquí la relectura que Ribeiro (1993) hace del caso Hans (Freud, 1996/1909), en la que queda claro que el padre desempeña un papel normativo al «edipalizar» a Hans, es decir, al restringir, a partir de una lógica binaria, otras formas de identificación, prescribiéndole una masculinidad cuya referencia era el padre y su pene [10]. El Edipo, por tanto, es una narrativa cultural que pretende restringir la pluralidad de posiciones identificatorias poniéndoles límites y excluyendo las oposiciones. Laplanche conecta ambos complejos al observar que:

Por eso concedemos la mayor importancia a la percepción de la diferencia entre los sexos como forma de traducir y elaborar la diversidad de género, que, a su vez, es propuesta desde el principio por el entorno social inmediato. Traducida como presencia/ausencia del pene, la diferencia entre los sexos se afirmará más tarde incluso en el «complejo de Edipo». Lejos de nosotros, sin embargo, estar de acuerdo con Freud en que el complejo de Edipo sea una «situación», y mucho menos una situación iniciada por el niño. El complejo de Edipo ha sido y sigue siendo un mito, desde su versión sofocleana hasta las versiones freudianas y postfreudianas. Ayuda al niño a dar una forma narrativa -a costa de su propia culpabilidad- a los mensajes sexuales, a menudo mucho más crudos, que le transmiten sus padres, los adultos. Propone una versión mucho más suave, sexualmente hablando, aunque siga teniendo un valor corroborante. (…) Estas novelas, estos guiones que varían según los individuos, serían por tanto del orden de los esquemas narrativos transmitidos culturalmente, y no, como pretende la teoría clásica, del orden de las fantasías filogenéticas, supuestamente «originales». (Laplanche, 2015/2006, p. 286).

Ambos complejos son defensivos y están del lado de las fuerzas de represión, ya que responden a la necesidad de oponerse a los momentos originales de pasividad y fragmentación (ya vagamente organizados por el género) para que pueda consolidarse un Yo. También son, podríamos decir, normativos, si entendemos que buscan proporcionar la cohesión necesaria para la consolidación del Yo y de la tópica recurriendo a códigos sociales que se relacionan con la evolución histórica de lo que se entiende por humano. Debemos advertir, sin embargo, que en esa evolución histórica, algunas categorías ganaron protagonismo y terminaron estrechamente ligadas a las normas de producción de subjetividad, como la centralidad de la diferencia sexual y cierta interpretación defensiva de la misma. Con esto no queremos decir que las formas de producción de subjetividad hayan quedado eternamente ligadas a ellas, sino que su transformación no ocurre simplemente como resultado de cambios en los hábitos culturales (como el declive de la imagen del padre o incluso una mayor libertad en los roles de género y la existencia de experiencias sexuales más fluidas), sino como resultado de cambios en las categorías de comprensión de lo humano y de simbolización e interpretación del mundo, algo que lleva mucho más tiempo y es mucho más difícil, aunque podamos imaginar que comienza con ciertos cambios en los hábitos culturales.

En nuestra interpretación, la observación de Laplanche de que los códigos de traducción son históricos no  implica que sean tan fluidos como los cambios en los hábitos culturales (lo que llamamos historicismo ingenuo), ni que deben ser rígidos e inmutables como si fueran la esencia de lo humano [11]. Por lo tanto, es necesario percibir su importancia y centralidad en los modos de subjetivación y, al mismo tiempo, reconocer que su estatuto defensivo/organizador pretende transformar los códigos narrativos en certezas fundadoras del Yo:

«La teoría de la seducción, tal como he intentado formularla, presupone una traducción, es decir, un código de traducción. Y aquí, por supuesto, es el lado del género lo que tenemos que mirar. El género es adquirido, designado, pero enigmático (…). El sexo fija y traduce el género (…). El complejo de castración es su centro. Aporta certezas, por supuesto, pero también merece ser cuestionado, porque esas mismas certezas son quizás un poco demasiado categóricas. La certeza del complejo de castración permanece con un fondo de ideología y de ilusión» [12]. (Laplanche, 2015/2003b, p. 169) . 

Laplanche señala que la represión secundaria es como un sello que fija la represión originaria, fijando así la propia tópica. Al posicionarse frente a la diferencia sexual, la represión secundaria retroactúa sobre la represión originaria, fijándola y consolidando la tópica en su conjunto, especialmente en lo que concierne a las barreras del Yo. El Yo se consolida así a través de la asunción de un sexo que, al mismo tiempo, resignifica el originario, creando para él una primera representación relacionada con la diferencia sexual. Lo enigmático se convierte así en algo estrechamente relacionado con el género y las diferencias sexuales. 

Notas

[1] Texto presentado en el I Coloquio Iberoamericano “Jean Laplanche”, el 22 de septiembre de 2024.

[2] En los círculos laplancheanos existe un gran debate sobre esta cuestión. Algunos sostienen que Bleichmar se distancia de la posición de Laplanche al proponer nuevas concepciones de lo originario. Por mi parte, estoy de acuerdo con quienes creen que Bleichmar tensa algunos de los escollos de la teoría laplancheana, aportando indicaciones que nos permiten avanzar hacia la primacía de la alteridad en psicoanálisis.

[3] Esta y todas las demás traducciones de este artículo son libres y están realizadas a partir de las versiones portuguesas de los textos citados.

[4] «Es decir, un padre, una madre, un amigo, un hermano, un primo, etc.» (Laplanche, 2003, p. 81).

[5] El cambio de vector en la identificación fue ampliamente trabajado por Ribeiro (1992, 2000, 2007), que formuló la noción de identificación pasiva.

[6] Laplanche pone el ejemplo (2003, p. 83) de un padre que asigna conscientemente el género masculino a su hijo y, sin embargo, siempre ha querido tener una hija. Quizás, para Laplanche, su deseo inconsciente de penetrar a una hija hace ruido en esta designación.

[7] Es interesante observar que esta concepción subvierte por completo el significado que comúnmente se da al par sexo-género: el primero como un hecho biológico, el segundo como un hecho social; el primero precediendo al segundo. La concepción del sexo como no biológico, no natural, es un punto de vista que está en línea con las recientes críticas feministas a la comprensión dicotómica del par sexo-género, como si fuera un dato de la naturaleza. Véase, por ejemplo, Butler, J. (2003/1990).

[8]  La ley del tercio excluso es uno de los principios fundamentales de la lógica, es decir, el principio de no contradicción. Se puede expresar así: o A es X o A es Y, no hay una tercera opción que pueda hacer que A sea X e Y al mismo tiempo.

[9] Junto con Ribeiro (2000, pp. 284-301), podemos considerar que muchas de las teorías sexuales infantiles surgen en esta época para negar la diferencia sexual y la consecuente incompletud que de ella resulta. Los niños, por ejemplo, para no tener que someterse a la lógica de «uno u otro», pueden imaginar un pene en las mujeres, o imaginarse susceptibles de castración como forma de asegurar la «indiferenciación» de los sexos. Las chicas, por su parte, pueden imaginarse con un pene pequeño además de su vagina. Ambas serían formas fantaseadas de negar la diferencia y de intentar posponer en lo posible posicionarse ante el reparto sexual.

[10] Comentemos brevemente algunos extractos de este análisis para situar nuestro argumento. En una de las fantasías que Hans cuenta a su padre, se imagina que estaba en la bañera cuando llegó un bombero, desatornilló la bañera y luego «le clavó un gran taladro» en el estómago. El padre de Hans tradujo esta fantasía del siguiente modo: «Estaba en la cama con mamá [porque era mamá quien bañaba a Hans]. Entonces vino papá y me sacó. Con su gran pene me empujó fuera de mi sitio junto a mamá» (Freud, 1996/1909, p. 64). Si, como señala el propio Freud (ibíd., p. 68), tenemos en cuenta las «repetidas seguridades» de que para Hans la bañera simboliza el «espacio que contiene a los bebés», así como el impacto causado en Hans por el embarazo de su madre en el momento del nacimiento de su hermana, podemos, siguiendo la estela de Ribeiro (1993; 2000), suponer una interpretación diferente para esta fantasía: el bombero podría haber estado desenroscando la bañera para meterla dentro de Hans, y Hans estaría expresando así el deseo de tener hijos como su madre. La segunda fantasía sobre el bombero, junto con los acontecimientos que tuvieron lugar en el momento del nacimiento de su hermana, apuntan a la legitimidad de esta interpretación. Hans le había contado a su padre que había vuelto a pensar en el bombero y que esta vez le había quitado el «culo» y el «pipí» con unas pinzas y luego le había dado otros. Su padre, sin dudarlo un instante, le dijo inmediatamente que entonces el bombero le había dado un culo y un pipí más grandes, «como los de papá, porque te gustaría ser como papá» (ibíd., p. 92). Recordemos que cuando la madre de Hans dio a luz a su hermana, al ver las palanganas llenas de sangre en la habitación donde había tenido lugar el parto en casa, dijo sorprendido: «Pero de mi pipí no sale sangre» (ibíd., p. 19). Así que volvamos al bombero: ¿no sería más legítimo pensar que Hans demostró, en la segunda fantasía, un deseo de castración, porque sólo así podría tener un orificio del que saliera un bebé? Así, los complejos de castración y de Edipo son el momento en que el niño se enfrenta a la necesidad de abandonar la multiplicidad de posiciones para encapsularlas en las lógicas de oposición que establecen la falta.

[11]  Recordamos aquí una entrevista con Robert Maggiori en la que Deleuze hace una observación similar al referirse a la incomprensión de lo que Foucault llama la muerte del hombre: «Las incomprensiones son a menudo reacciones de rabiosa tontería. Hay gente que sólo se siente inteligente cuando descubre ‘contradicciones’ en un gran pensador. Hacen como si Foucault anunciara la muerte de los hombres existentes (y dicen: ‘¡qué exageración!’), o, por el contrario, como si sólo marcara un cambio en el concepto de hombre (‘¡eso es todo!’). Pero no es ni una cosa ni la otra. Es una relación de fuerzas, con una forma dominante que deriva de ella». (Deleuze, 1992, p. 113).

[12] Esta claridad sobre el aspecto defensivo e ilusorio de estas creencias nos ayuda a no darles demasiado poder y, por lo tanto, a no capturar la máquina psicoanalítica de tal manera que la convirtamos en un dispositivo de control. En este sentido, siempre debemos volver a interrogarnos utilizando la excelente pregunta de Butler (1993, pp. 13-14): «Además, ¿hasta qué punto, en el psicoanálisis, el cuerpo sexuado está asegurado a través de prácticas identificatorias gobernadas por esquemas regulatorios? (…) Si la formulación de un Yo corporal, un sentido de contorno estable y la fijación del límite espacial se logran a través de prácticas identificatorias, y si el psicoanálisis describe el funcionamiento hegemónico de esas identificaciones, ¿podemos entonces leer a el psicoanálisis como una inculcación de la matriz heterosexual en el nivel de la morfogénesis corporal?».

Referencias bibliográficas

Bento, Berenice (2006). La reinvención del cuerpo: sexualidad y género en la experiencia transexual. Río de Janeiro: Garamond.

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