Apres-coup_Nº7_articulo_6

La Fascinación*

Pedro Cattapan

La cuestión de la fascinación es una vía interesante a explorar porque nos remite al «perderse en el otro», a una apertura a la invasión «territorial» del otro; sin embargo, la experiencia de la fascinación no es exclusiva del artista. El sujeto sometido a la autoridad del líder y el sujeto apasionado son dos ejemplos en los que Freud (1921) también reconoce esta experiencia de fascinación por un otro, y no implican que el sujeto que las vive sea un artista. Destaquemos que el estudio de la fascinación nos interesa porque el término expresa tanto un estado de pasividad como una búsqueda del encuentro con el otro, y los dos ejemplos tomados del texto freudiano apenas lo señalan. Lo que se presenta como fundamental para nuestra investigación es lo que hay de común en todas esas situaciones de fascinación, incluida la inspiración artística: la postura de «entrega», de pasividad ante otro seductor.

A partir de las dos posturas estéticas con las que hemos trabajado – es decir, la estética de lo bello y la de lo sublime [2] – podemos reconocer dos posibilidades de fascinación muy diferentes. La fascinación por lo bello nos remitiría a una posición pasiva ante el falo, y la fascinación por lo sublime – y este es el caso del artista – nos remitiría a la inspiración. Lo que fascina al artista es algo que viene del otro y que demanda traducción, algo “difícilmente metabolizable» del mensaje enigmático. En este caso, es necesario permanecer expuesto, abierto a una alteridad que no cierra esa «herida», para que pueda construirse algo del orden de lo nuevo, fuera de la lógica de la represión o de la forclusión. Encontramos una ilustración de esta experiencia fascinante en el artista, íntimamente ligada a la inspiración y a la estética de lo sublime, en un pasaje casi didáctico de las cartas que Vincent Van Gogh escribió a su hermano Théo:

«Yo mismo no sé cómo pinto; vengo a sentarme con una tela blanca frente al lugar que me impresiona, veo lo que tengo delante de los ojos y me digo a mí mismo: esta tela debe convertirse en algo, y vuelvo insatisfecho – la pongo a un lado y después de haber descansado la miro con cierta angustia – y sigo insatisfecho, porque esa maravillosa naturaleza está demasiado  presente en mi cabeza como para que yo pueda estar satisfecho;  sin embargo, veo en mi obra un eco de lo que me impresionó, veo que la naturaleza me contó algo, habló conmigo y yo lo anoté en taquigrafía. En mi taquígrafo puede haber algunas palabras indescifrables – errores o lagunas -, pero queda algo de lo que el bosque, la playa o la figura dijeron… » (Van Gogh, 1914 [1853-1890] p. 96-97).

Van Gogh nos muestra cómo es invadido por otro (en este caso, la «naturaleza»), de modo que ese otro lo fascina y lo lleva al trabajo «desesperado» del intento de traducción / inscripción psíquica.

El enfoque de nuestro estudio sobre el tema de la fascinación nos lleva a investigar más atentamente las posturas estéticas mencionadas. Estar “fascinado por el falo” y estar «inspirado» tienen consecuencias muy diferentes. Marie-Claude Lambotte es una autora que, a partir de su clínica con pacientes melancólicos, pudo reconocer la génesis de lo que llama «una postura estética» y, así, estudiar las diferencias en el funcionamiento psíquico dependiendo de cuál sea la postura estética por la cual se regula el sujeto. Sus textos sobre este tema serán de gran importancia para nosotros, pues nos permitirán comprender mejor los efectos de las posturas estéticas que hemos estudiado en las posibilidades de creación. Por lo demás, en la obra de esta autora destaca una visión bastante original sobre la fascinación.

1. La génesis de una postura estética


A partir de algunos de sus estudios sobre la melancolía (2000, 2002, 2003), Lambotte presentó una comprensión de cómo se desarrolla una postura estética que aleja a sus pacientes melancólicos de una situación «vergonzosa». Para ello, le fue muy útil la elaboración del concepto de objeto estético, directamente relacionado con la idea de fascinación, como veremos más adelante. Para comprender de qué se trata exactamente en este concepto de objeto estético será necesario seguir el pensamiento de la autora sobre el tema de la melancolía hasta llegar al punto que deseamos: la génesis de una postura estética que no remita al cierre narcisista, es decir,  la estética de lo sublime.

Según Lambotte, una de las características principales del sujeto melancólico es que ve el mundo «sin relieve». Esto quiere decir que no siente fascinación por los objetos del mundo: todos tienen el mismo valor, lo que finalmente es ningún valor, porque algo solo se vuelve valioso en comparación con otra cosa: cuando el sujeto tiene el mismo interés por todas las cosas no parece apropiado hablar ni de interés ni de valor. Sin embargo, la autora nos propone que detrás de esa visión del mundo del melancólico, detrás de ese «mundo fútil” que no despierta su interés, existe un «mundo ideal» (la autora nos cuenta que cuando sus pacientes se refieren a ese otro mundo utilizan términos como «luz», «fusión», «seguridad»). Este mundo ideal es concebido a través de la idea de un absoluto que el sujeto es incapaz de alcanzar, un absoluto del que fue privado, lo que termina por causar una relación de «todo o nada» con las cosas: «o tengo todo, o me quedo sin nada». Desde el punto de vista del melancólico, eso justificaría su postura negativa.

Justamente en la clínica de los sujetos melancólicos, la autora descubrió una posibilidad de que salgan de esa relación de «todo o nada” para poder investir un objeto (algo poco probable en la melancolía), lo que significa que el melancólico termina reconociendo algún relieve en ese «mundo chato» en el que vive: el objeto investido es lo que Lambotte denomina objeto estético. Él evidencia la aparición del interés, del valor.

Para entender este «surgimiento» de una postura estética es necesario que sigamos el pensamiento de la autora más detenidamente. Ella nos enseña que el sujeto melancólico «… se  considera ya muerto por haber afirmado el reverso de toda empresa, en otros términos, el reverso del deseo» (Lambotte, A propos de la mélancolie: le défaut de perspective, p. 3.). Si ya está muerto los objetos no lo atraen, pues la elección objetal es siempre una elección frente a la muerte; el interés se opone a la muerte. El melancólico está fascinado por el «mundo de lo absoluto”, de manera que nos parece correcto afirmar que esa fascinación se presenta como mortal (Lambotte, 2002), paralizante. Ella remite al hecho de que ningún objeto mundano podrá ser satisfactorio; por eso, en «Duelo y melancolía», Freud (1917 [1915]) nos dice que el melancólico sabe algo de la trágica verdad de todo hombre. Pero Lambotte nos recuerda que, en el fondo, el melancólico tiene la creencia de que en ese «mundo de lo absoluto» habría una posibilidad de satisfacción, de completud de su narcisismo, aunque él es incapaz de alcanzarla. Creemos que una tal fascinación afecta a un sujeto orientado a la estética de lo bello, que ahora reconocemos como paralizante por referirse a la creencia en una completud absoluta.

La autora apuesta por una comprensión de la génesis de la melancolía, al igual que lo hace Freud, a través de la propuesta de que, muy temprano en su vida, el sujeto fue abruptamente abandonado por el objeto, por el otro, que tanto ella como Freud, Winnicott y Laplanche reconocen en la figura materna. Debido a ese abandono, el sujeto pasa a identificarse con la desaparición del objeto o, dicho de otro modo, con la falta del objeto. El melancólico no logra representar esa pérdida y ello tiene un efecto traumático, pues lo que no pudo ser representado incide violentamente en el aparato exigiendo trabajo psíquico. Reforzando el aspecto traumático de ese encuentro, Lambotte nos remite a una «mirada indiferente de la madre» respecto al bebé, un enigma indescifrable que solo le permite la construcción de una auto-imagen muy precaria. Por lo tanto, el melancólico sufre por la nostalgia de un encuentro con el otro que no tuvo lugar.

Sin embargo, como mencionamos anteriormente, Lambotte percibió que el melancólico podía desarrollar algún tratamiento de lo traumático y salir de una posición de fascinación degradante. A lo largo del proceso, algunos de sus pacientes se interesaron por una actividad de composición. Con ello la autora quiere decir que, incluso en la descripción indiferente que hacían del mundo, percibía un orden que se mostraba como la composición de un ambiente, un espacio con «… un llamado a ‘ver’, es decir, a la contemplación» (Lambotte, A propos de la mélancholie: le défaut de perspective, p. 9). Este proceso es lo que la autora llama creación de un contexto.

La creación de un contexto tiene por consecuencia una nueva «intención» sobre los objetos: se pasa a atribuirles valores, pues un orden nunca será neutro, por más que se intente. Si los objetos tienen valores, alguno  – el objeto estético – será más valioso que los otros, de modo que la visión de un «mundo chato» poco a poco va ganando relieves. La formación de un contexto implica un complejo de relaciones entre los diversos elementos de ese contexto, lo que posibilita la formación de una red asociativa o cadena de representaciones, es decir, la inscripción psíquica.

Según Lambotte, el objeto estético es el que incita al sujeto a «abrir los ojos», es el objeto de la contemplación, de la fascinación. En sus palabras, «…la construcción estética se esfuerza por hacer visible lo que, precisamente, quedaba invisible…» (Lambotte, 2002, p. 36.). El objeto estético servirá para poder expresar lo que antes era tomado como «mundo de lo absoluto» – el otro seductor interiorizado – a través de la investidura de un objeto que solía considerarse banal, lo cual, en nuestra interpretación, pone en cuestión la propia creencia en una unión con lo absoluto. La postura estética que surge con la creación del contexto y del objeto estético nos remite a la estética de lo sublime, pues la apreciación del objeto ahora apunta a lo “invisible” – o, si se quiere, lo “indecible” – y no a un “absoluto” que anula los sentidos. La fascinación que encontramos en esta postura ante el objeto estético ya no es de orden mortífero: ahora el sujeto realiza un trabajo psíquico que expresa un intento de traducción, al mismo tiempo que se somete a los efectos de lo “intraducible».

La autora cita las pinturas de naturaleza muerta como un ejemplo del trabajo de convertir el objeto banal en estético (los ready-made de Marcel Duchamp [3]) también se presentan como un buen ejemplo). Sin embargo, Lambotte señala que el objeto estético no debe confundirse con el objeto artístico, porque el primero es creado en un contexto clínico, durante el tratamiento, y solo tiene valor para ese sujeto en ese análisis. Por lo tanto, la experiencia del objeto estético es singular, mientras que objeto artístico posee un valor compartido en una cultura, en una sociedad, en una época. Todas estas consideraciones de Lambotte nos parecen pertinentes; no obstante, debemos observar que si el objeto estético no es necesariamente artístico, el objeto artístico es necesariamente estético, pues reconocemos en todo objeto artístico esa propiedad de «expresar lo invisible». En otras palabras, una postura estética que remite a lo sublime debe ser anterior a la creación artística, y ésta debe estar condicionada a aquélla.

Es importante que relacionemos lo que la autora nos muestra sobre la adopción de una postura estética, y la fascinación por el objeto estético, con los puntos de vista sobre las condiciones de la creación artística, que abordamos al intentar esbozar un cuadro general de lo que venimos planteando acerca de la inspiración de los artistas.

2. La postura estética del artista

 
Lambotte pudo observar de manera privilegiada la construcción de una «intención» estética en la clínica de los melancólicos; sin embargo, creemos que sus descubrimientos también permiten articular sus consideraciones sobre la importancia y el carácter de la construcción de  una «intención» estética, con las condiciones de la creación de la obra de arte y, por lo tanto,  la noción de inspiración. La propia Lambotte relaciona la construcción del objeto estético con el trabajo artístico:

«Debemos aspirar a reinsertar aquel objeto de goce [un objeto que permite la descarga, la satisfacción económica] dentro de un contexto, mediante un trabajo psíquico que consiste en un trabajo de (re)composición, de organización, así como el pintor muestra, a través de la disposición de los elementos del cuadro, su manera de expresar el goce» (Lambotte, 2002, op. cit., p. 30. La traducción es nuestra).

La autora aproxima el trabajo artístico a la génesis de una estética – que interpretamos como la estética de lo sublime – cuando nos cuenta que el pintor alemán Caspar David Friedrich fue impulsado por una búsqueda de la «verdad» que podría compararse a la adopción de una postura estética, como la que observó en la clínica con sus pacientes melancólicos. Esta búsqueda orientaba a Friedrich en la concepción y la producción de sus obras, que intentaban reproducir esa “verdad” en vano, así como el melancólico busca la «verdad» a través del objeto estético,  y aquí debemos recordar también a Giacometti y su búsqueda de la «verdad». Es esa búsqueda siempre fallida (Gantheret, 2003)  la que permite el trabajo artístico.

Podemos reconocer en la construcción del objeto estético la pretensión de alcanzar y transmitir la verdad del conflicto psíquico, expresión de la violencia de las marcas del trauma lejos de la inscripción, tal como interpretamos la observación de Heidegger sobre la obra de arte. Es notable la apreciación que hace este pensador del cuadro de Van Gogh donde vemos pintados dos zapatos de campesino. Heidegger (1950) nos muestra la transformación del objeto banal en un objeto que «expresa algo más», que descubre el ser y, añadamos, se presenta como el objeto estético tal como lo concibe Lambotte.

Lo que parece esbozarse en esta transposición del modelo de Lambotte al plano de los artistas no es una concepción de éstos como melancólicos, sino más bien una percepción, en la clínica, de un proceso de fascinación e inspiración por un otro, proceso relacionado con una «apertura» del psiquismo que, como hemos visto, posibilita la creación. Es importante mencionar que cuando Laplanche estudia la inspiración también parece reconocerla en el plano clínico – en el proceso analítico (1999) – y lo mismo sucede en el estudio de Winnicott sobre la creatividad (1975). De hecho, en los estudios psicoanalíticos sobre la creación artística es bastante frecuente intentar compararla con la creación que se realiza en análisis (Gantheret, 2003; Gagnebin-De M’Uzan, 2003; Kahn, 2003). Aquí no consideramos apropiado investigar las posibles relaciones entre la creación artística y la analítica porque ello nos alejaría demasiado de nuestro objetivo de comprender las condiciones de la creación artística. Pero vale la pena señalar que un estudio profundo de las relaciones entre estos dos procesos creativos puede ser muy fructífero, ya que esclarecería la importancia de la creación  tanto en el trabajo analítico como en las posibilidades elaborativas del artista.

Ahora pasemos a nuestras consideraciones sobre la postura estética del artista. Para ello, vale la pena comentar un poco más sobre el artista al que se refiere Lambotte – Friedrich – y su postura estética ante el mundo.

Como nos enseña Giulio Carlo Argan en su obra Arte moderna (1992, Op. cit.), Caspar David Friedrich fue un representante del movimiento romántico en las artes plásticas, movimiento que surgió como crítica al movimiento neoclásico. El arte neoclásico aspiraba a alcanzar modelos de equilibrio, proporción y claridad; la técnica debía ser «…un instrumento racional que la sociedad construye para sus necesidades y que debe resultarle útil» (Id., ibid., p. 21). Además, reconocer algo como bello debía ser un acto crítico y racional. Este movimiento artístico puede asociarse a un movimiento que encontramos en los individuos: la dinámica yoica de asimilación, organización, conexión y cierre de sentido, más orientada al dominio del proceso secundario (Freud, 1900). Se buscaba el ideal de un mundo racional y susceptible de ser organizado, descifrado y ordenado, donde se exaltara la estética de lo bello.

Argan también nos explica que el movimiento romántico, en oposición al neoclásico, llamaba la atención sobre las particularidades, en detrimento de una idea del dominio de lo universal. La razón ya no se tomaba como el modo privilegiado de comprensión del mundo. Los románticos creían que para tener una verdadera comprensión del mundo era necesario dejarse afectar por las sensaciones, por los sentimientos, por las intensidades; de ahí la necesidad de estar «abierto» a las nuevas experiencias, pues es a través de ellas que se lograría la “verdad». El mundo era visto como misterioso y enigmático, no como comprensible racionalmente.

En esta postura ante el mundo reconocemos lo que describimos como estética de lo sublime,  una postura que sostiene que lo «indescifrable» debe expresarse y que la creatividad surge de esa expresión. El romanticismo «abrió los ojos» del sujeto moderno a la fascinación, a la afectación, a la verdad del sujeto fragmentado, incapaz de traducirlo todo, incompleto. No es casual que Lambotte busque aproximarse a una postura que permite la construcción de un contexto y de objetos estéticos en un exponente del movimiento romántico alemán (Friedrich). Laplanche nos recuerda que fueron justamente los románticos quienes dieron tanta fuerza al término «inspiración» y a su importancia en el proceso creativo (Laplanche, 1999).

Si el romanticismo «abrió los ojos» del sujeto moderno a la fascinación, al aspecto disruptivo y violento del arte, ello de ningún modo implica que el arte anterior a ese movimiento no remitiera a la fascinación por el otro enigmático. Cuando hablamos del neoclásico y el romanticismo nos referimos a la ideología de los movimientos artísticos, no a las obras de arte. Argan nos aclara mucho este punto en un pasaje donde escribe sobre los términos clásico y romántico:

«La cultura artística moderna se muestra de hecho centrada en la relación dialéctica, cuando no de antítesis, entre esos dos conceptos. (…) Son dos concepciones diferentes del mundo y de la vida, asociadas a dos mitologías diversas que tienden a oponerse e integrarse (…). Teorizar períodos históricos significa trasladarlos del orden de los hechos al orden de las ideas o modelos (…). Si existe un concepto de arte absoluto, y ese concepto no se formula como norma a ser puesta en práctica, sino como un modo de ser del espíritu humano, solo es posible   la tendencia hacia ese fin ideal, aun sabiendo que no podrá ser alcanzado, pues si se alcanzara cesaría la tensión y por lo tanto el propio arte» (Argan, 1992, op. cit., p. 11).

La fascinación del artista nos remite a la inspiración, posición de pasividad ante el otro que  hemos reconocido como la postura característica y necesaria a la realización de la obra de arte en cualquier gran artista. Por ejemplo en Leonardo da Vinci, y por lo tanto mucho antes de los Románticos, esa postura queda ejemplificada en la célebre frase «el ojo es la ventana del alma», como nos recuerda Freud en su artículo de 1910. Este parece ser exactamente el proceso creativo vinculado a la inspiración y la fascinación que encontramos en “Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci” : Leonardo pintaba en busca del «conocimiento», lo que Freud interpretó como una búsqueda de la relación con la madre seductora que se alejó muy pronto de él cuando era bebé. Esta relación particular con la madre internalizada inspiró y fascinó al artista en la producción de obras maestras como la “Santa Ana”, a la que se refiere Freud.

Así, podemos trazar un cuadro general sobre nuestras investigaciones: tanto en Giacometti como en Friedrich, Van Gogh y Leonardo observamos una misma postura estética que se muestra en el fenómeno de la inspiración. Un punto común en el análisis de Freud, Laplanche y Lambotte nos permite plantear la hipótesis de que los grandes artistas, mediante sus Musas inspiradoras – ya sean la «verdad» (Friedrich y Giacometti), el «conocimiento» (Leonardo), la «naturaleza» (Van Gogh), etc.- intentan nombrar lo innominable: la experiencia de seducción invasiva, traumática, ocurrida tempranamente con la madre. Una experiencia que, por un motivo inherente a esa relación específica, no aseguró suficientemente el aparato psíquico del sujeto, de manera que en una situación límite el exceso se impone ante la precariedad yoica.

Ese estado de pasividad ante el otro tiene como contrapartida un proceso de creación que ocurre como un intento frustrado del yo de reaccionar y, a la vez, encontrar a ese otro. Como vimos, para que este proceso se realice es necesario que el sujeto se fascine por algún objeto del «mundo de las cosas», volviéndolo estético, porque ello le permite emprender su proyecto ambivalente de separación y de encuentro con ese otro seductor, que caracteriza la creación de la obra de arte.

El encuentro, el «perderse» en el otro, no se realiza totalmente, pero el artista es capaz de hacer que el otro interno atacante se exprese a través de la obra, lo que le permite dar algún tratamiento a la violencia de ese encuentro. La separación completa no se realiza, pero, como dijimos antes, el artista elabora de algún modo ese conflicto interno tanto por la construcción de una tópica extraterritorial – la obra (Guillaumin, 1998 ) – como por su apelación a la mirada del otro sobre la obra. Y, como señala Winnicott, el artista puede aprovechar esa mirada para desarrollar alguna representación de sí mismo.

Como vemos, el proyecto «fracasa» en sus dos propósitos: no hay encuentro ni separación. Lo que se presenta es una «apertura» al otro interno, pero en la que el sujeto no «convalece» como en las neurosis traumáticas. La posibilidad de sostener esa apertura – la estética de lo sublime –  es lo que permite el proceso de creación del artista.

Estas importantes hipótesis sobre el proceso de creación artística y su relación con el otro interno muestran un desarrollo y una articulación de ciertos puntos de vista que nos permiten una visión más clara de la relevancia del fenómeno de la inspiración para que ocurra la creación artística, así como la relevancia de esa creación para un tratamiento de lo traumático re experimentado en ella. Sin embargo, nuestras investigaciones también nos remiten al hecho de que, por mucho que hayamos avanzado en nuestro estudio, los misterios del arte no han sido desvelados; al contrario, nos damos cuenta de que esos misterios no pueden ser desvelados porque se refieren a lo que escapa a la comprensión, a la representación, y por eso mismo el arte seguirá fascinándonos e incitándonos a seguir investigando.

Así, hacemos nuestras las palabras de José Outeiral y Luiza Moura cuando, al observar sus propias posturas ante Frida Kahlo, Camille Claudel y Coco Chanel – pero que podemos extender a nuestra postura ante los grandes artistas en general – escriben:

«… frente a estas artistas nos encontramos en una situación paradójica: buscamos descifrarlas, pero son justamente sus misterios los que nos fascinan. Al mismo tiempo que ellas, como los demás artistas, también parecen vivir un dilema: la necesidad urgente de comunicarse y la necesidad igualmente urgente de no ser descifradas» (Outeiral & Moura, 2002, Op. cit., p. 18).

Notas

[✴︎1]Cattapan, P (2009) «O fascínio». En Da Violência Pulsional Ao Ato de Criação Artística. Cap. III (3). Disertación presentada en el Programa de Posgrado en Teoría Psicoanalítica, en el Instituto de Psicología de la Universidad Federal de Rio de Janeiro. pp. 69-78 . Orientadora: Marta Rezende Cardoso. Traducción: Deborah Golergant.

[2] Véase en este número de Après-coup el texto de P. Cattapan, «La inspiración artística» [N. de T.].

[3] Argan, 1992, op. cit.
 

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